miércoles, 2 de diciembre de 2009

Sonrisas nerviosas un martes a las seis.

Llegó febrero, y luego marzo. Seguía pensando en ella, pero ya no como antes. Tenía asumido que la herida siempre iba a sangrar, y decidí aparentar que me recuperaba. ¿Acaso no me había recuperado de cosas peores? Pero los tornillos no dolían tanto en comparación con el deseo. La primavera estaba ahí, y yo seguía sin, aparentemente, hacer nada. Empezé a tomar clases de piano. El problema es que no tenía tiempo para todo, ¿sabeis? También estaba escribiendo un libro. Trataba de mi relación con ella. Se llamaba "Sonrisas Difíciles". Y el dichoso librito ocupaba la mayoría de mi tiempo. No hay mejor cosa que estar inspirado realmente, y, con sólo pensar en algo, tener tantas cosas que decir. Y claro, eso sólo lo puede conseguir una mujer. Por culpa de mujeres se habían hecho atrocidades en la historia. Y por culpa también de mujeres, muchos poetas de fin de semana, como era yo, podíamos llevar a cabo el mayor placer que podía haber. Tener algo que contar.

Y un día ocurrió.

Yo tomaba clases de piano en una casa antigua del centro de Avilés. Como la mayoría de las que había por allí, estaba restaurada, aunque por dentro pareciera la misma casa vieja que había sido siempre. La madera ya no brillaba, y parecía que una capa de polvo perenne se depositaba sobre el viejo piano de cola. Me impartía una señora anciana, de unos setenta años, la cual se había quedado viuda sin hijos. Según le pude sonsacar un día, sólo daba clases por no estar sola, y pensaba que en este mundo ya nada merecía la pena. Una vecina suya le llevaba todo lo necesario, y ella así no salía de casa. A veces miraba por las rendijas de las cortinas, altas y pesadas, y se decepcionaba al ver que ya nada era igual. Ella vivía en el pasado, obsesionada con que no tenía nada que hacer en este mundo, pero no tenía valor a dejarlo. Yo, que la comprendía perfectamente, prefería su compañía a la de la mayoría de las personas normales. Puesto que sólo se preocupan de facturas, problemas y más problemas. Y, en aquella pequeña casa, aquella anciana y yo sentíamos la vida palpitar con cada nota que aquellas viejas cuerdas entonaban para regocijo de mis oídos. Me pasaba tardes enteras en aquella casa, era como mi terapia. Ella tenía dedos finos y tocaba con los ojos cerrados, moviendo ligeramente la cabeza de alante hacia atrás como dormitando tranquilamente. Y sus dedos nunca fallaban ni una sola nota. Yo tocaba concentrado, nervioso por poner exactamente cada dedo donde correspondía. Era un martes lluvioso, de esos días que sabes perfectamente que van a ser grises. Yo estaba tocando ese mismo vals de siempre, y cuando empezaba mi parte favorita, sonó el timbre. Y, yo, tan torpe como siempre, fallé todo el compás. Me levanté a abrir puesto que mi abuela (así la llamaba yo) estaba dormitando mientras miraba por la ventana. Cojí el telefonillo, y una voz de chica me respondió:

-Soy Clara, la nieta de su vecina. Vengo a traerle su compra.
-Sube.

Cuando me dí la vuelta, aquella anciana me miraba fijamente a los ojos. Me miraba como si hubiera dado mi vida por mí y yo no lo hubiera sabido. De repente empezó a llorar.

-¿Qué te pasa abuela? -Dije, preocupado por ese repentino ataque emocional.
-Hijo, tu aún eres joven, y, aunque hayas sufrido mucho, aún tienes oportunidades de encontrar a alguien con quien ser feliz. Aprovéchalas.
-¿Pero a qué viene eso ahora, abuela?

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