miércoles, 9 de diciembre de 2009

Miradas furtivas un miércoles a las once y algo.

No la conocía. No sabía ni su nombre, ni las cosas que le gustaban ni las que odiaba. Pero eso no significa que no piense en ella, que no sueñe con ella. Inventaba su voz, sus besos y recordaba sus miradas. No la conocía, pero la ansiaba. Y tenía miedo a acercarme a ella, conocerla y que no fuera perfecta. Todos los miércoles a las once y cuarto yo me subía al tren, la buscaba con la mirada y me sentaba cerca de ella. Ella me miraba, pero yo no tenía valor a aguantar su mirada. Yo bajaba la vista y ella sonreía. Cada día me gustaba más. Y cada día tenía menos valor para decirle algo. Me gustaría acercarme a ella, besarla, y no saber nada de ella. Me gustaría sentir su corazón, y que él me aconsejara qué hacer. Pero no, simplemente me sentaba y seguía pensando en ella. No diré que la amo, pero sí la deseo. Demasiado.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Sonrisas nerviosas un martes a las seis.

Llegó febrero, y luego marzo. Seguía pensando en ella, pero ya no como antes. Tenía asumido que la herida siempre iba a sangrar, y decidí aparentar que me recuperaba. ¿Acaso no me había recuperado de cosas peores? Pero los tornillos no dolían tanto en comparación con el deseo. La primavera estaba ahí, y yo seguía sin, aparentemente, hacer nada. Empezé a tomar clases de piano. El problema es que no tenía tiempo para todo, ¿sabeis? También estaba escribiendo un libro. Trataba de mi relación con ella. Se llamaba "Sonrisas Difíciles". Y el dichoso librito ocupaba la mayoría de mi tiempo. No hay mejor cosa que estar inspirado realmente, y, con sólo pensar en algo, tener tantas cosas que decir. Y claro, eso sólo lo puede conseguir una mujer. Por culpa de mujeres se habían hecho atrocidades en la historia. Y por culpa también de mujeres, muchos poetas de fin de semana, como era yo, podíamos llevar a cabo el mayor placer que podía haber. Tener algo que contar.

Y un día ocurrió.

Yo tomaba clases de piano en una casa antigua del centro de Avilés. Como la mayoría de las que había por allí, estaba restaurada, aunque por dentro pareciera la misma casa vieja que había sido siempre. La madera ya no brillaba, y parecía que una capa de polvo perenne se depositaba sobre el viejo piano de cola. Me impartía una señora anciana, de unos setenta años, la cual se había quedado viuda sin hijos. Según le pude sonsacar un día, sólo daba clases por no estar sola, y pensaba que en este mundo ya nada merecía la pena. Una vecina suya le llevaba todo lo necesario, y ella así no salía de casa. A veces miraba por las rendijas de las cortinas, altas y pesadas, y se decepcionaba al ver que ya nada era igual. Ella vivía en el pasado, obsesionada con que no tenía nada que hacer en este mundo, pero no tenía valor a dejarlo. Yo, que la comprendía perfectamente, prefería su compañía a la de la mayoría de las personas normales. Puesto que sólo se preocupan de facturas, problemas y más problemas. Y, en aquella pequeña casa, aquella anciana y yo sentíamos la vida palpitar con cada nota que aquellas viejas cuerdas entonaban para regocijo de mis oídos. Me pasaba tardes enteras en aquella casa, era como mi terapia. Ella tenía dedos finos y tocaba con los ojos cerrados, moviendo ligeramente la cabeza de alante hacia atrás como dormitando tranquilamente. Y sus dedos nunca fallaban ni una sola nota. Yo tocaba concentrado, nervioso por poner exactamente cada dedo donde correspondía. Era un martes lluvioso, de esos días que sabes perfectamente que van a ser grises. Yo estaba tocando ese mismo vals de siempre, y cuando empezaba mi parte favorita, sonó el timbre. Y, yo, tan torpe como siempre, fallé todo el compás. Me levanté a abrir puesto que mi abuela (así la llamaba yo) estaba dormitando mientras miraba por la ventana. Cojí el telefonillo, y una voz de chica me respondió:

-Soy Clara, la nieta de su vecina. Vengo a traerle su compra.
-Sube.

Cuando me dí la vuelta, aquella anciana me miraba fijamente a los ojos. Me miraba como si hubiera dado mi vida por mí y yo no lo hubiera sabido. De repente empezó a llorar.

-¿Qué te pasa abuela? -Dije, preocupado por ese repentino ataque emocional.
-Hijo, tu aún eres joven, y, aunque hayas sufrido mucho, aún tienes oportunidades de encontrar a alguien con quien ser feliz. Aprovéchalas.
-¿Pero a qué viene eso ahora, abuela?

martes, 1 de diciembre de 2009

Lluvia, nubes e invierno.

Afuera llueve. Ya casi es de noche, y yo estoy tumbado en mi sofá viendo cómo el sol se oculta. Y es otro día que pasa. Otro día sin sobresaltos, sin nada que me llene. Sin nada que me haga sonreir, ni nada que me haga sentir una mierda. Y es que no hay cosa que peor me siente que ese "nada". Cuando parece que nadie tiene tiempo, nadie te habla, y tú, en tu soledad, esperas que ese teléfono suene. Que en esa ventanita aparezca una cara que, en realidad, no diga nada... ¿Alguna vez os he dicho que odio el invierno? En cierto modo me encantaría subirme a la montaña más alta, y, entre la nieve, intentar mirar a cada persona que esquía intentando saber qué estará pensando. Y estar allí, ajeno a todo, mientras el sol se refleje en mis gafas. Eso sí sería un buen día de invierno. Pero por mi zona eso no suele ser así. Más bien aquí los días de invierno son grises, fríos, lluviosos, y, aburridos. Ojalá tuviera cosas que decir como para llenar otras trescientas páginas. O humor para retocar esa sílaba que siempre se escapa del tempo. Pero no, todos los días son iguales. Quiero salir ya de esta rutina, de este asco por no hacer nada, ni poder hacerlo. Odio la lluvia.

Y hasta el sábado parece que esto va a ser como un coma :)